Un cuento


"Humanos con hache de hojas"

Tenía el cielo en los ojos.
Este sería el mejor inicio de una novela romántica, ¿verdad?, pero para tu fortuna o desgracia, querido desconocido, lo que tienes en tus manos es el diario de un muchacho de dieciséis años que, en poco más de tres lustros ha escuchado casi nada. Bueno, no casi, la verdad es que nunca lo he hecho. No quiero que te pongas sentimental ni que te sientas mal por mí, de verdad, te obligo a eliminar de tu mente cualquier pensamiento de compasión, porque de aproximadamente cinco mil ochocientos cuarenta días que he permanecido en este planeta, cinco mil ochocientos treinta y cinco he visto rostros llenos de gestos que intentan parecer comprensivos, pero eso es imposible, no puedes entender lo que vivo hasta que lo vives, y para serte sincero, es mejor ser el chico a quien nadie entiende, algún día eso puede resultar atractivo para alguna chica. ¿Chica? ¿Yo, el ser humano que no escucha ni habla como la mayoría, pensando en mujeres? Pues sí. Soy tan errático e insensato como tú. No me gustaría contarte la historia de mi silenciosa vida porque eso significaría que me conocerías como todos creen conocerme, así que, comencemos de nuevo: soy Esteban, tengo dieciséis años y me gustan las chicas y la forma en que el sol penetra a las hojas de los árboles. De acuerdo, creo que es imposible sonar cool, pero así soy: erudito e introvertido en ocasiones, aun así, puedo decirte que mis años de adolescencia no han sido tan malos como toda mi familia, mis papás, vecinos, los amigos de mis tíos y los compañeros de trabajo de mi primo, se imaginaban. Te cansaste al leer esa larga lista, ¿verdad? Pues a mí no me resulta agotador, más allá de eso, me divierte muchísimo, porque las personas piensan que el hecho de que mis habilidades auditivas y fonéticas sean prácticamente nulas, provoque que yo no pueda razonar, criticar y pensar. No creas que soy egocéntrico, pero de seguro tengo un coeficiente intelectual más alto que el de todos ellos juntos.
Ser el niño extraño que nunca jugaba con nadie, me dio mucho tiempo libre para hacer algo mejor. Yo no era de fútbol ni nada de eso, yo era, y sigo siendo, de libros. Mi amor por ellos se dio en el parque, en una tarde “incluyente y sanadora”, así las llama mi mamá (aterrador, lo sé). El caso es que, mientras el pequeño Esteban de nueve años estaba sentado fingiendo que le importaba que los otros niños pudieran gritarse y relacionarse socialmente, lo que realmente hacía, era observar las hojas de los árboles. Eran aproximadamente las seis de la tarde, y el verano en mi ciudad es tan complejo, que esa es la mejor hora para sentir el poder del sol. Mientras analizaba cada movimiento, cada ir y venir del viento y cada pequeño fragmento radiante que invadía a cada parte de las hojas, quise saber qué pasaría después para ellas. Entonces, recordé que en alguna de las terapias que tomaba cada miércoles desde que supe que ser yo no es “normal”, mi psicóloga me dijo que los árboles se sacrifican para darle vida a los libros. Y ahí, en ese parque, lo entendí todo. Era como si la luz que llegaba a esas hojas, las llenara de algo, de algo especial que las hace tan fantásticas, que este mundano montón de seres humanos, no lo entendería jamás. Por eso se caen, y las pisoteamos como si fuesen nada. Y de ahí, viene su renacimiento. Así que, cada vez que abro un libro, imagino que estoy reconociendo la belleza de las hojas y que ellas me reconocen a mí.
Creo que esa descripción es suficiente para que te des una idea de lo profundo que puedo llegar a ser, y esa es una de las razones por las que amo ser lo que soy. Todos creen que lo lamento, pero no. Te lo explico: no tengo que soportar gritos ni ruidos extraños e irritantes, domino a la perfección una lengua que solo 60 millones de personas manejan y, lo mejor de todo: puedo leer sin problema lo que dice cualquiera solo viendo su boca. Por eso entiendo todo lo que exclaman, porque de alguna forma desarrollé esa habilidad y me ha servido en demasía. De hecho, “en demasía” es un conjunto de palabras que aprendí de un señor que dijo que estaba apenado en demasía porque me gritó pensando “que lo iba a escuchar”, pero, sí lo escuché. Jaque. Y no lo supo. Mate.
Y así es la historia de mi vida. Libros, movimientos de boca, disculpas, caras de lástima, sonrisas fingidas y golpes amistosos en el hombro como si eso sirviera de algo. Y no creas que soy egoísta, la verdad es que cuento con personas maravillosas además de mis papás y familia. Primero está Carlos, mi amigo desde preescolar. Carlos escucha, ve, habla y hace todo eso que yo también hago a mi manera. Él decidió ser mi amigo sin que nadie se lo pidiera, y eso lo sé porque de alguna forma se lo pregunté y me respondió: “No eres un fenómeno, solo eres Esteban”, y eso fue suficiente para que doce años después sigamos tan unidos como siempre, porque con él, yo soy tan Esteban como él es Carlos.
Carlos me enseñó a nadar, a andar en bicicleta, me obligó a ir a la fiesta de graduación de su escuela y literalmente me cargó a la pista de baile como si yo quisiera hacerlo. Y aunque mi amigo a veces es un poco desesperante, no cambiaría nada de él, porque ningún día de todos los que hemos pasado juntos, él ha intentado hacerlo conmigo.
¿Recuerdas cómo empecé lo que estás leyendo? Te lo digo de nuevo, por si acaso. Tenía el cielo en los ojos. Tenía. El. Cielo. En. Los. Ojos. No estoy divagando ni nada por el estilo, lo que pasa es que Carlos es tan extravagantemente sociable que todos los fines de semana tiene cuatro fiestas. No sé cómo le hace, pero siempre me dice: “Una fiesta es nada comparada con cuatro”, lo cual no tiene ni un gramo de sentido, pero no lo discutimos. ¡Lo olvidaba! Carlos y yo podemos pelear porque en seis semanas el aprendió mi lenguaje, cuando teníamos ocho años. Bueno, hoy fui con Carlos a la fiesta de su amiga Clara. Mis papás siempre nos llevan para asegurarse de que todo esté en orden. Cuando llegamos, vi a una multitud de hormonas abalanzándose unas con otras, pero no me importó la incomodidad que sentí, porque para lo que la mayoría es mi única característica, para ellos, siempre pasa desapercibido. Saludé a unos cuantos invitados, y Carlos me llevó a una de las salas lounge que había, me dio un refresco y me dijo: “Hermano, si necesitas algo solo grita”, soltó una carcajada y se fue a bailar. No te asustes, así de tierno es Carlos, y no me molesta para nada. Me distraje unos segundos viendo lo gracioso que bailaba un chico, cuando alguien me tocó el hombro, volteé y era Clara, la anfitriona. Me hizo unas cuantas señas y de pronto, frente a mis ojos estaba el cielo mismo en doble presentación. Su nombre era Elisa y su mirada era tan fija y hermosa que casi no parpadeaba, o probablemente sí, pero yo estaba atónito. No crean que Elisa se sentó sola, estaba con sus amigas, pero yo la observaba. Ocasionalmente sus acompañantes me sonreían y yo hacía lo mismo, la verdad es que yo no necesitaba nada más, verla era suficiente. Tenía cabello castaño y largo, su rostro eran más pecas que piel y su sonrisa, esa era indescriptible. Estuve más de treinta minutos pensado en cómo podría comunicarme con ella, porque, aunque me sienta tan fuerte y capaz, obviamente sentía nervios a borbotones. No podía decirle “Hola, soy Esteban” ni suponer que pertenecía al selecto grupo de hablantes gestuales, en fin, decidí que lo mejor era acercarme a ella, agitar mi mano en señal de “Hola” y sonreír, sin pensar en cómo rayos seguiría la conversación con todo mi cuerpo invadido de inexperiencia en la materia. La gravedad me ayudó a levantarme del sillón en el que estaba, caminé exactamente cuatro pasos, me detuve frente a Elisa, alcé mi brazo mientras sonreía y agité los cinco dedos de mi mano derecha, no fue mucho esfuerzo porque realmente ya estaban temblando solos. Pasaron tres segundos, nada. Cuatro. Nada. Cinco. Sentí un jalón en el brazo, era Carlos, me volteé por completo y con sus manos me dijo: “Esteban, esa chica ve tanto como tú escuchas”. Sentí que me iba a desmayar. Elisa no podía ver, yo sí. Elisa podía escuchar, yo no. Yo no podía hablar, Elisa sí. Éramos la suma de nuestras inconsistentes partes. Le dije a Carlos que quería irme, y nos fuimos. Lo mejor es que en el camino de regreso, Carlos me dijo que Elisa iba a la mayoría de las fiestas, y que juntos encontraríamos la forma de que yo pudiera hab… bueno, de que yo pudiera hacer algo con ella.
Ahora mismo, aquí, sentado frente a mi computadora escribiendo esto, me doy cuenta de lo dependientes que podemos llegar a ser. El azar es tan extraño, que, así como las majestuosas hojas bañadas de sol tienen que caerse a costa de su propia grandeza, la preciosidad del cielo que reside en los ojos de Elisa es tan inmensa, que no permite que ella descubra lo cruel que es todo lo que yo miro. Y por la misma razón, yo no escucho lo que ella escucha, sencillamente porque somos un par de frágiles hojas secas abrasadas por nuestro propio rayo de sol.

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