De números y flores

El número 26 es el ancla que no me deja encontrar fuerza en otro, aunque busque. Me sabe a flores recién nacidas y a árboles con historias encarnadas. Me divierte todas las estaciones y en primavera me saca mil sonrisas a la luz de los girasoles brillantes. El número 26 me acompaña en mis lágrimas de tristeza y en las de gozo, también está ahí cuando mis ojos están a punto de explotar por tanto sueño (no) cumplido. El número 26 tiene olor a playa, a campo y a la urbe más intrépida: todo, al mismo tiempo. Me da las estrellas y me las siembra. El número 26 aletea por todo mi cuerpo, se queda en mi abrazo y no se va de ahí aunque se lo pida. El número 26 limpia el desastre que causan mis pasos, me regala el postre antes de la cena y me deja repetir infinito. El número 26 se ríe de mis miedos y casi, casi me obliga a lanzarme y no me deja hacerlo sola: va conmigo.

Y bueno, si hablamos de otros, podría mencionar muchos, pero es esa cosilla agridulce que tiene el 26, que lo hace irreemplazable. Y bueno, ¿para qué me complico más? Si ese 26 me cuida los sueños, me los regresa, se cuela en ellos y como si fuera poco: me los cumple.



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